Vamos a vivir más y mejor. Puede que no lo parezca, viendo cada día el telediario, en el que son habituales las noticias acerca de nuevas enfermedades, contaminación o hábitos de vida poco saludables. Pero lo cierto es que la esperanza de vida en todo el mundo sigue subiendo año a año y lo hace de una forma lineal. Desde hace aproximadamente dos siglos (más o menos desde la irrupción del capitalismo en Occidente y su posterior expansión al resto del mundo), la humanidad ha visto crecer su horizonte vital.
Cualquiera puede intuirlo preguntando a sus padres o abuelos. O leyendo una novela, si quiere ir un poco más allá. Para nuestros antepasados del siglo XIX, una persona con 50-60 años era un anciano. Se asumía que le quedaban unos pocos años de vida y cualquier enfermedad (por ejemplo, una gripe algo más fuerte de lo habitual) podía acabar en unos meses con el más sano de los adultos.
Afortunadamente, el progreso económico de la humanidad no se ha traducido sólo en mejores coches, ordenadores o frigoríficos. También ha impulsado nuestra frontera vital más allá de lo que nuestros abuelos hubieran imaginado.
Todo ha contribuido. También los coches, ordenadores o frigoríficos, que han posibilitado que nos movamos más rápido y podamos vivir en ciudades más grandes, donde la productividad es mayor (los coches también nos ayudan cuando necesitamos un hospital); que la información entre los científicos se transmita de forma más rápida y precisa; o que comamos alimentos de mejor calidad y en mejor estado. Además, la mejora de las técnicas agrícolas ha hecho que incluso una población en aumento haya podido alimentarse mejor que antes y el consumo de calorías se haya disparado. De esta manera, un porcentaje cada vez mayor de la población puede dedicarse a otras actividades (por ejemplo, la investigación), generando un enorme incremento de la productividad. Y cada vez más países se suman a este círculo virtuoso.
Sería imposible narrar todos los efectos beneficiosos que el capitalismo y la globalización han generado. El párrafo anterior es tan sólo un ejemplo de cómo cada mejora tiene implicaciones en muchos otros aspectos de la vida humana. Todo suma y el progreso de la humanidad en los últimos dos siglos ha sido constante, positivo y creciente.
Hasta aquí las buenas noticias. Sin embargo, incluso en un panorama tan positivo, hay un pequeño espacio para la preocupación. Y cuando hablamos de edad, esperanza de vida o envejecimiento, ese espacio lo ocupan las pensiones públicas. La Seguridad Social se basa en un principio muy simple: si hay cada vez más personas mayores de 65 años, necesita más cotizantes para que aquellos puedan cobrar su pensión. Porque las prestaciones no se pagan con el ahorro de cada jubilado, sino con lo que aportan los trabajadores actuales.
Este miércoles, la Escuela de Finanzas AFI y el Instituto Aviva organizaban las jornadas ¿Hacia una crisis global de las pensiones? En ellas los expertos españoles e internacionales analizaban los retos a los que nos enfrentaremos en el futuro, especialmente en lo que hace referencia a los sistemas públicos no basados en la capitalización individual. La primera conferencia la ha ofrecido el profesor James Vaupel, director del Instituto Max Planck sobre demografía y uno de los mayores expertos mundiales en esta cuestión.
Su presentación no se ha centrado tanto en las consecuencias financieras o los retos económicos que enfrentamos: tensión entre menos cotizantes y más beneficiarios, evolución de un sistema contributivo a uno asistencial, modelos de reparto-capitalización-mixtos, etc. Su campo de estudio es la demografía y por eso ha mostrado un puñado de cifras sobre los últimos dos siglos. Su relato es muy atractivo. De hecho, es una historia de éxito. Pero también supone una advertencia: no podemos seguir viviendo como si la situación fuera la misma que hace 150 años. Cuando Otto von Bismarck estableció el primer sistema de Seguridad Social del mundo, la esperanza de vida para un adulto de veinte años en Alemania era de 65 años, hoy supera ampliamente los 80.
Con esta realidad presente, Vaupel ha puesto sobre la mesa una serie de interesantísimos datos. Todos son buenos. Es decir, todos hablan de una mejora en nuestras condiciones de vida. La mayoría de las cifras son de Suecia, Francia, Japón, Alemania o Reino Unido, países que han liderado las estadísticas de esperanza de vida en el último siglo. Pero sirven perfectamente para que nos hagamos una idea de la situación en España (por cierto, nosotros también lo hemos hecho bastante bien en esta cuestión y somos uno de los países con más esperanza de vida del planeta):
Como vemos, todos son datos positivos. Todos apuntan en la misma dirección: viviremos más, mejor y seremos más ricos. Lo que no podemos hacer es evitar la realidad. Estas buenas noticias tienen otra cara no tan buena. Las promesas que hicimos a los futuros jubilados quizás no se puedan mantener. Aunque también habría que preguntarse si eran promesas lógicas ya en aquel momento.
Dicho esto, Vaupel ha ofrecido al menos dos apuntes más interesantes en su conferencia. El primero: estas cifras, si acaso, son conservadoras. En cuestiones demográficas, las predicciones se han equivocado tradicionalmente por abajo. Eso sí, en lo que toca a pensiones su visión no es tan pesimista como pudiera parecer. Pero reclama un cambio completo de paradigma. Desde su punto de vista, es un error fijar la ancianidad como se ha hecho hasta ahora, con una edad fija, sea ésta los 65, los 70 o los 80. Lo que hay que hacer es pensar en que un anciano es alguien al que le quedan 15 años de vida. Para un alemán del año 2015, ese momento llega a los 70 años; pero para sus nietos, en 2090, no será hasta los 85.